Me encanta ir a comprar libros, me lo paso bomba y el tiempo se me pasa volando. En esta época del año, además, me es inevitable no parar en alguna librería buscando el regalo para alguien o, lo que más me gusta, buscando regalos para mí. Ya se sabe, no se pide directamente (que es de mala educación) pero se deja caer sutilmente lo que uno desea.
El caso es que cuando llegas a una librería, a no ser que vayas a tiro fijo (que no suele ser mi caso) tienes que decidirte siempre entre varios títulos, ¿qué haces al respecto? El sentido común dice que leer la contraportada para enterarte de qué va, además suele haber escrito algo sobre el autor y, para dar caché, hay alguna crítica del Washington Post o un periódico de estos americanos de renombre, que no has leído ni leerás en tu vida, pero parece que si dice que un libro es bueno éste todavía es mejor si cabe.
Bueno, ya estamos dentro de la librería, tenemos hecha una primera selección de varios volúmenes, así que nos disponemos a realizar el análisis de la contraportada y ahí viene el “problema”. Yo no lo sabía, pero por lo visto en todas las editoriales hay personas cuyo trabajo es única y exclusivamente escribir las sinopsis de los libros en las contraportadas, pues a alguna de esta gente no les vendría mal un cursillo de reciclaje laboral sobre “marketing literario” o algo así. Lo que necesitas para decidirte a comprar un libro es un par de frases escogidas, como mucho un párrafo, en el que te tienen que vender el libro. Es decir, la información justa para saber si te interesa o no: género y trama, ni más ni menos. Pero es que hay algunos que escriben todo un testamento y, por encima, la letra que usan es muy pequeña, porque las dimensiones de la cubierta son limitadas, vamos que cuando voy por la tercera línea (en el mejor de los casos) dejo el libro en el estante porque me da una pereza enorme continuar. Es que si sigo, casi que me leo el libro entero allí mismo.
Escoger libros, una actividad que, a priori, me resulta amena, se convierte en deseperante y acabo con dolor de cabeza porque la ley de Murphy es la única que no tiene excepciones y, justo en ese momento, no llevo las gafas encima. Lo que nos lleva, por encima, a tener una pequeña crisis de edad: "¿cuándo fue el momento en el que empecé a necesitar gafas para todo?"
¿No es el siglo XXI el siglo de no perder el tiempo? ¿No es el siglo XXI, el siglo de las nuevas tecnologías? Si quiero más información porque la cosa no me acaba de convencer, voy a mi casa, me pongo ropa cómoda y las gafas, enciendo el ordenador y me meto en uno de los cientos o miles de blogs o foros de opinión que hay en Internet sobre libros, y allí me empapo de información. Y no estoy de pie, cargando con el bolso, el paraguas, alguna bolsa de comercio y sin gafas y, algunas veces, llevas acompañante incorporado que no hace más que meterte prisa. ¿Cuántas joyas de la literatura habré dejado escapar porque un tío se empeña en enrrollarse como una persiana? El refranero español, rico y prolífico donde los haya, es muy claro a este respecto: "lo bueno, si es breve, dos veces bueno".
2 comentarios:
Cuando pasa eso, yo ignoro lo que dice ahí y leo el primer párrafo, casi siempre me funciona y acabo descartando unos cuantos más.
Buena idea, me la apunto. Claro que sólo funcionará si no me olvido las gafas en casa, en ese caso estamos en las mismas jeje.
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Ya que has leído tendrás algo que decir, digo yo.